Ha explotado una bomba en Bali.
El paraíso turístico vuelve a ser blanco de los crímenes terroristas y la triste noticia llena los espacios cablegráficos de todo el mundo. Es jueves por la tarde y, como cada día después de mi trabajo, estoy trotando en la cinta de mi gimnasio y mirando las noticias de la jornada. En el telediario el atentado ocupa la primera plana, aunque aún no presentan imágenes del siniestro. Solo un mapa hecho a toda prisa en computadora ilustra el lugar de las detonaciones, mientras la locutora lee las últimas notas enviadas por las agencias noticiosas. De repente en el informativo interrumpen las transmisiones para anunciar que de RTL, la cadena privada más grande de Alemania, ya tienen un corresponsal reportando al otro lado del planeta.
Se nota un intenso movimiento en todo el estudio de televisión y todos se preguntan quién es el reportero capaz de estar transmitiendo desde Bali tan solo unos minutos después del ocurrido el estallido. Luego de algunas dificultades técnicas, se oye una voz algo lejana y aparecen en pantalla las primeras vistas de una ciudad en tinieblas.
El periodista porta nervioso el micrófono y detrás de él se ve un paisaje dantesco de escombros, gritos y humo, donde personas lesionadas corren en todas direcciones sin otro alumbrado que las llamas que devoran las ruinas de lo que hasta hace poco era un floreciente paseo del litoral. Miro con más detenimiento la cara del reportero y no puedo evitar el lanzar un grito:
-¡Alexander! ¡¿Qué haces tú en Bali?!
Medio gimnasio deportivo se vira a ver quién es el autor de la exclamación, pero yo ni me entero. Entonces Alexander, a miles de kilómetros de distancia, da sin proponérselo respuesta a mi incógnita. Narra a la locutora en el estudio que su equipo de filmación se encontraba en isla haciendo un reportaje promocional sobre las bellezas naturales del paraíso turístico, y cuando terminaron la jornada, se habían ido a cenar a uno de los restaurantes del paseo. La primera detonación fue a unos escasos 50 metros de donde estaban sentados y enseguida se pusieron en función de su oficio de profesionales de la información.
Lo que nadie en mi gimnasio sabía era que Alexander había sido mi vecino. Durante largos años compartimos la misma dirección postal, la cuenta del agua y todo ese universo de pequeños favores que hace agradable la convivencia en una comunidad. En mi edificio solo vivíamos 4 personas, Alí Baba en los bajos, Alexander y su novia Cristina en los altos, y yo en el piso intermedio.
Cuántas veces no nos sentamos a la mesa donde escribo estas líneas a conversar de lo humano y lo divino en aquellas raras ocasiones en que coincidíamos los cuatro en Colonia, pues yo no era el único trotamundos del edificio. Cristina, entonces reportera de los programas de TV de vida social, se pasaba la mayor parte del tiempo en las recepciones de Montecarlo, en las pasarelas de moda de París o en los grandes conciertos entrevistando a Ricky Martin, Jennifer López o las familias reales de Europa. Por su parte Alexander, que entonces trabajaba para un espacio de lugares exóticos, apenas regresaba de rodar en los festivales de hippies en Las Vegas, ya tenía que seguir viaje a Shangai para filmar un documental y luego hacer un reportaje sobre las fiestas veraniegas en Ibiza. Alí Baba tampoco se quedaba atrás en sus continuos viajes y durante temporadas se desaparecía de mi querida Ciudad de los Locos. Yo, por mi parte, no cesaba de empaquetar y desempaquetar maletas en mis viajes de trabajo o de placer por media Europa. Por eso estas veladas tenían el carácter de una reunión familiar.
Una vez Cristina y Alexander fueron a Tailandia de vacaciones y al regreso me hiceron una inesperada revelación.
-Nos vamos a vivir a Bangkok. Queremos ejercer el periodismo allá.
-Pero ustedes aquí están muy cómodos, tienen trabajos magníficos y el Lejano Oriente es un universo totalmente distinto -les objeté.
-Precisamente por eso -me respondió Alexander- Rodar reportajes en Roma, Londres o Berlín es muy fácil. Eso lo hace cualquiera. El reto consiste en enfrentar lo difícil. Queremos hacer periodismo serio, hablar de las víctimas de un tsunami en Asia o de los problemas de esa parte del mundo.
Nunca olvidaré la fiesta de despedida en la que desfiló por mi edificio toda la farándula del mundo de la TV. Como regalo para un adiós, los equipos de filmación donde trabajaba cada uno de los novios les grabaron un DVD con una edición exclusiva del programa, hecha para la ocasión con un humorismo delirante y gran profesionalidad técnica. El DVD para Alexander era una parodia de la película “Alexander” sobre Alejando el Grande, muy de moda en aquellos días en Alemania, y en la carátula, debajo de la foto retocada del supuesto héroe moderno, estamparon la frase: “Alejandro el Grande conquistó la India, nuestro Alejandro va a conquistar al Lejano Oriente”
Un año después, en ese momento en que yo lo veía en la pantalla, Alexander estaba dando su palo periodístico. No había conquistado al Lejano Oriente, pero si al mundo germano parlante. Era la cara de la noticia para millones de personas y los ojos de Alemania, Suiza y Austria estaban vueltos hacia él. Había dado el gran salto a la primera plana para convertirse en un reportero de renombre. Un golpe de suerte dentro de la tragedia había sentado el precedente que podía darle el empuje definitivo al estrellato del periodismo.
La transmisión quedó interrumpida unos minutos más tarde, y en otras emisiones del noticiero busqué sin éxito esa cara tan familiar detrás de la noticia. Días más tarde hablé por teléfono con Cristina en Bangkok y entonces ella terminó de contarme la historia, esa que nunca salió en los cintillos de los periódicos ni en los titulares del telediario.
A la primera detonación en Bali, que sembró el caos en toda la zona, le siguió una segunda ola de explosiones. Alexander fue alcanzado entonces en la cabeza por la metralla del terrorismo y otros del equipo sufrieron graves lesiones. Igual que Alejandro el Grande, el reportero tuvo sin duda una muerte muy temprana y no pudo terminar muchos de sus sueños. Murió de forma honrosa, con el micrófono en la mano desde su puesto de trabajo. Se marchó para siempre pagando un alto precio por haber sido, al menos por una vez, la cara de la noticia.
Octubre del 2005