Sunday, April 09, 2006

RENOVACIÓN CELULAR

Cruzo la puerta de cristal, atravieso la jungla de anuncios publicitarios de tarifas y modelos, me acerco a la vendedora y pongo mi teléfono móvil sobre el mostrador.

La rubia, detrás de la repisa, nos mira a mí y a mi viejo Nokia indistintamente. A mí me envía un vistazo con desdén, casi con desprecio. No puede creer que yo sea capaz de circular tan fresco como una lechuga, sin abochornarme de portar un equipo tan obsoleto, de ya cuatro años de vida, toda una pieza de museo. Al móvil lo observa con el asombro de haberse tropezado un dinosaurio. Le da la vuelta como si desvelara una momia y, esforzándose en esbozar una sonrisa, me lanza la pregunta que de antemano es obvia:

—¿En qué puedo ayudarle?

—Quiero cambiar mi Handy —así le dicen en Alemania a los teléfonos celulares.

—Comprendo —dijo bajando nuevamente la vista hasta el hallazgo arqueológico, para luego decirme plena de compasión—. Los japoneses son muy buenos, pero este ejemplar ya debe estar agonizando.

Pasé por alto que la marca Nokia no viene del Japón, sino de Finlandia. Al fin y al cabo yo no había ido a allí a discutir de geografía.

—¿Qué modelos nuevos tienen en oferta?

—Este, de la Siemens —me dice mientras me acerca una muestra—. Pura tecnología alemana.

¿Era orgullo nacional o ganas de vender? Creo que una mezcla de las dos cosas. En todo caso el truco funcionó, porque al final me decidí por el teléfono que ella me ofrecía.

Veinte minutos más tarde yo llegaba a mi casa con un paquete bajo el brazo. Dentro, el nuevo celular y un grueso libro de instrucciones en alemán, inglés, francés, checo, español, italiano, griego, polaco, holandés, sueco, danés, ruso, portugués, árabe, chino, japonés, y hasta en afrikáans, para que a nadie le quedara la menor duda de que estaban exportado celulares a medio planeta.

La parte en alemán tenía nada menos que 76 páginas, llenas de símbolos, gráficos y diagramas, en las que se describían todas las operaciones habidas y por haber. El pequeño aparatito es un derroche de ciencias aplicadas con una paleta de las funciones más impensadas, incluyendo cámara digital integrada, audífonos y un altavoz inalámbrico salido de la Guerra de las Galaxias.

Dos litros de café más tarde, pude enterarme de que el móvil posee 75 tonos de llamada, 8 formas de despertador, agenda de reuniones y un calendario hasta el año 3500. Es un gran alivio pensar que los tataranietos de mis tataranietos lo podrán seguir usando en el próximo milenio. El Handy también recibe y envía correos electrónicos, mensajes de textos, de imágenes, de audio y hasta de vídeo. Tiene su “orquesta de bolsillo” con reproductor MP3 y de multimedia. Toma y reproduce fotos y vídeos, almacena archivos de computadora, se activa por control remoto y manda una tarjeta de visita por el éter a cualquier punto del globo. Por si fuera poco, permite navegar en Internet, archivar 200 números de teléfono y hasta enviar mensajes a sistemas de navegación.

Lo que no he podido averiguar todavía es si además de todo eso, el monstruo electrónico sirve también para hablar por teléfono.

Febrero 2006

Monday, October 31, 2005

LA CARA DE LA NOTICIA

Ha explotado una bomba en Bali.

El paraíso turístico vuelve a ser blanco de los crímenes terroristas y la triste noticia llena los espacios cablegráficos de todo el mundo. Es jueves por la tarde y, como cada día después de mi trabajo, estoy trotando en la cinta de mi gimnasio y mirando las noticias de la jornada. En el telediario el atentado ocupa la primera plana, aunque aún no presentan imágenes del siniestro. Solo un mapa hecho a toda prisa en computadora ilustra el lugar de las detonaciones, mientras la locutora lee las últimas notas enviadas por las agencias noticiosas. De repente en el informativo interrumpen las transmisiones para anunciar que de RTL, la cadena privada más grande de Alemania, ya tienen un corresponsal reportando al otro lado del planeta.

Se nota un intenso movimiento en todo el estudio de televisión y todos se preguntan quién es el reportero capaz de estar transmitiendo desde Bali tan solo unos minutos después del ocurrido el estallido. Luego de algunas dificultades técnicas, se oye una voz algo lejana y aparecen en pantalla las primeras vistas de una ciudad en tinieblas.

El periodista porta nervioso el micrófono y detrás de él se ve un paisaje dantesco de escombros, gritos y humo, donde personas lesionadas corren en todas direcciones sin otro alumbrado que las llamas que devoran las ruinas de lo que hasta hace poco era un floreciente paseo del litoral. Miro con más detenimiento la cara del reportero y no puedo evitar el lanzar un grito:

-¡Alexander! ¡¿Qué haces tú en Bali?!

Medio gimnasio deportivo se vira a ver quién es el autor de la exclamación, pero yo ni me entero. Entonces Alexander, a miles de kilómetros de distancia, da sin proponérselo respuesta a mi incógnita. Narra a la locutora en el estudio que su equipo de filmación se encontraba en isla haciendo un reportaje promocional sobre las bellezas naturales del paraíso turístico, y cuando terminaron la jornada, se habían ido a cenar a uno de los restaurantes del paseo. La primera detonación fue a unos escasos 50 metros de donde estaban sentados y enseguida se pusieron en función de su oficio de profesionales de la información.

Lo que nadie en mi gimnasio sabía era que Alexander había sido mi vecino. Durante largos años compartimos la misma dirección postal, la cuenta del agua y todo ese universo de pequeños favores que hace agradable la convivencia en una comunidad. En mi edificio solo vivíamos 4 personas, Alí Baba en los bajos, Alexander y su novia Cristina en los altos, y yo en el piso intermedio.

Cuántas veces no nos sentamos a la mesa donde escribo estas líneas a conversar de lo humano y lo divino en aquellas raras ocasiones en que coincidíamos los cuatro en Colonia, pues yo no era el único trotamundos del edificio. Cristina, entonces reportera de los programas de TV de vida social, se pasaba la mayor parte del tiempo en las recepciones de Montecarlo, en las pasarelas de moda de París o en los grandes conciertos entrevistando a Ricky Martin, Jennifer López o las familias reales de Europa. Por su parte Alexander, que entonces trabajaba para un espacio de lugares exóticos, apenas regresaba de rodar en los festivales de hippies en Las Vegas, ya tenía que seguir viaje a Shangai para filmar un documental y luego hacer un reportaje sobre las fiestas veraniegas en Ibiza. Alí Baba tampoco se quedaba atrás en sus continuos viajes y durante temporadas se desaparecía de mi querida Ciudad de los Locos. Yo, por mi parte, no cesaba de empaquetar y desempaquetar maletas en mis viajes de trabajo o de placer por media Europa. Por eso estas veladas tenían el carácter de una reunión familiar.

Una vez Cristina y Alexander fueron a Tailandia de vacaciones y al regreso me hiceron una inesperada revelación.

-Nos vamos a vivir a Bangkok. Queremos ejercer el periodismo allá.

-Pero ustedes aquí están muy cómodos, tienen trabajos magníficos y el Lejano Oriente es un universo totalmente distinto -les objeté.

-Precisamente por eso -me respondió Alexander- Rodar reportajes en Roma, Londres o Berlín es muy fácil. Eso lo hace cualquiera. El reto consiste en enfrentar lo difícil. Queremos hacer periodismo serio, hablar de las víctimas de un tsunami en Asia o de los problemas de esa parte del mundo.

Nunca olvidaré la fiesta de despedida en la que desfiló por mi edificio toda la farándula del mundo de la TV. Como regalo para un adiós, los equipos de filmación donde trabajaba cada uno de los novios les grabaron un DVD con una edición exclusiva del programa, hecha para la ocasión con un humorismo delirante y gran profesionalidad técnica. El DVD para Alexander era una parodia de la película “Alexander” sobre Alejando el Grande, muy de moda en aquellos días en Alemania, y en la carátula, debajo de la foto retocada del supuesto héroe moderno, estamparon la frase: “Alejandro el Grande conquistó la India, nuestro Alejandro va a conquistar al Lejano Oriente”

Un año después, en ese momento en que yo lo veía en la pantalla, Alexander estaba dando su palo periodístico. No había conquistado al Lejano Oriente, pero si al mundo germano parlante. Era la cara de la noticia para millones de personas y los ojos de Alemania, Suiza y Austria estaban vueltos hacia él. Había dado el gran salto a la primera plana para convertirse en un reportero de renombre. Un golpe de suerte dentro de la tragedia había sentado el precedente que podía darle el empuje definitivo al estrellato del periodismo.

La transmisión quedó interrumpida unos minutos más tarde, y en otras emisiones del noticiero busqué sin éxito esa cara tan familiar detrás de la noticia. Días más tarde hablé por teléfono con Cristina en Bangkok y entonces ella terminó de contarme la historia, esa que nunca salió en los cintillos de los periódicos ni en los titulares del telediario.

A la primera detonación en Bali, que sembró el caos en toda la zona, le siguió una segunda ola de explosiones. Alexander fue alcanzado entonces en la cabeza por la metralla del terrorismo y otros del equipo sufrieron graves lesiones. Igual que Alejandro el Grande, el reportero tuvo sin duda una muerte muy temprana y no pudo terminar muchos de sus sueños. Murió de forma honrosa, con el micrófono en la mano desde su puesto de trabajo. Se marchó para siempre pagando un alto precio por haber sido, al menos por una vez, la cara de la noticia.

Octubre del 2005

Thursday, May 15, 2003

SÓLO SE VIVE DOS VECES

Luego de una agotadora semana laboral preparando el lanzamiento de un nuevo automóvil, regresaba a casa el viernes por la tarde con otro ingeniero de mi equipo. El trayecto en auto desde la planta de producción de Saarlouis, perdida entre las colinas de la geografía alemana, hasta mi querida Ciudad de los Locos era monótono y tedioso. Por eso aprovechamos las tres largas horas del viaje para ir conversando. Nuestro diálogo fue rodando por los más disímiles temas, como un balón sometido a los azares de viento, hasta que, sin darnos cuenta, quedó anclado en una antigua filosofía, tan vieja como la existencia misma del hombre. Mientras atendía al timón y seguía con la vista las señalizaciones de la autopista, mi colega pronunció una frase que me dejó petrificado: "Teóricamente, yo ya debía estar muerto."Me sorprendió mucho que semejantes palabras pudieran salir de sus labios. Era un joven alemán alto y fuerte. Por la convivencia durante nuestros viajes de trabajo, yo sabía que mantenía una alimentación sana y practicaba deportes regularmente. Incluso, en varias ocasiones habíamos salido a trotar juntos por las elevaciones de los alrededores de Saarlouis. Por eso me resultaba impensable que alguien que transpiraba salud por todos sus poros pudiera haber fallecido, aunque solo fuera pura especulación. Comenzó entonces a contarme la tortuosa historia de su extraño destino...Hacía alrededor de dos años, había tenido un grave accidente automovilístico mientras montaba en moto con dos amigos. En una complicada maniobra perdió el control del ciclo y se salió de su senda para caer una decena de metros más allá transformado en una amalgama de acero, carne y huesos rotos... no supo nada más de sí.Por suerte, uno de sus compañeros era médico e inmediatamente le prestó los primeros auxilios. Mientras tanto, el otro motociclista llamaba con su teléfono celular al servicio de emergencias. Veinte minutos después, el cuerpo ensangrentado e inerte era trasladado en helicóptero al hospital más cercano. Allí pudieron quitarle el casco protector, que se había incrustado en su cabeza. Luego de cuatro horas de operación, los cirujanos decidieron coser las heridas de un caso que creían perdido de antemano. Cuando los padres de mi colega llegaron al hospital, el lesionado se encontraba reportado de muy grave y en estado de coma entre un enjambre de sueros, sondas y censores en la sala de terapia intensiva. Lo habían instalado en una cama giratoria especial, donde un equipo de respiración artificial posibilitaba que el aire llegara a sus pulmones pese a sus costillas quebrantadas. Además, el impacto le había fracturado la columna vertebral, el cráneo y el brazo derecho. Los especialistas no le daban esperanzas de vida. Luego de diez días en coma, el herido volvió a abrir los ojos. El pulso y la temperatura ya eran estables. Entonces los doctores consultaron a los familiares del enfermo para realizar una intervención quirúrgica de gran calibre. Se trataba de insertar varillas de metal en su cuerpo para estabilizar las vértebras y los huesos rotos. La empresa tenía muy limitadas posibilidades de éxito. Los cirujanos más optimistas opinaban que sería en el futuro una persona minusválida, mientras que los pesimistas especulaban que no saldría con vida del intento. No era una decisión fácil. Luego de embarazosas deliberaciones, se acordó correr el alto riesgo como última medida posible, a sabiendas de que la entrada al quirófano podía ser un viaje sin retorno. Transcurrieron las horas... y sobrevivió la operación, a la que le siguió una segunda, y después, una tercera. En total, ocho piezas de metal fueron incrustadas en los distintos huesos fracturados. Comenzó entonces un lento y atormentador proceso de regreso a la vida entre agudos dolores y constantes alucinaciones, provocadas por los fuertes fármacos de la terapia. El convaleciente tuvo que aprender de nuevo a moverse solo en la cama, a valerse por sí mismo, a hablar, a reconocer las personas, a comer, a gesticular y luego a caminar. Era como un bebé recién salido del vientre materno que tenía que incorporar nuevamente todas las funciones vitales de un ser humano. De hecho, era su segundo nacimiento. Largas y pacientes sesiones de fisioterapia y una gran dosis de autodisciplina le permitieron volver a dar sus primeros pasos. Al principio se movía casi cargado entre dos enfermeras: más tarde, con la ayuda de muletas, y al cabo de seis meses, pudo subir solo algunos escalones de la escalera del hospital.Pasado un año, se reincorporaba a su rutina de antaño, con un manojo de nuevas cicatrices, indescriptibles vivencias y varias piezas metálicas dentro de su cuerpo sosteniendo su estructura ósea. Empezaba una nueva vida después de aquel accidente del que salió vivo de manera milagrosa. Del imborrable recuerdo le quedaban además la pérdida del sentido del olfato y unas profundas fisuras alrededor de su rostro, provocadas por el casco protector. Por ironías del destino, fue precisamente ese escudo incrustado en su carne el que preservó su cráneo y su vida de los golpes del impacto. En tanto escuchaba la narración de mi compañero a lo largo de la interminable autopista, pensaba en esas increíbles ocasiones en que nuestra subsistencia ha corrido un peligro mortal y, sin embargo, hemos salido vivos del trance. Su historia es impresionante, pero no única. Abundan casos similares cuando la vida humana se ha escapado de la muerte por milímetros y/o fracciones de segundo, en situaciones increíbles donde sus protagonistas han tenido "suerte dentro de la fatalidad".Me acordé que una vez, mientras yo pedaleaba por el malecón habanero, la rueda delantera de mi destartalada bicicleta se bloqueó. El impulso que llevaba me hizo dar un salto mortal en el aire con el ciclo a cuestas y caer, más asustado que lesionado, sobre el asfalto cubierto de salitre. Por suerte el golpe sólo me proporcionó algunos rasguños y heridas leves, mas en el momento del impacto, ví delante de mí los ojos tristes de la muerte. Quizás lo mismo sintió mi ex suegro cuando salió ileso milagrosamente de un accidente automovilístico durante su estancia en Siria, pese a que su auto quedó reducido a chatarra. Desde entonces, él celebra la fecha como su "segundo cumpleaños". Entre tanto, al otro lado del planeta, un amigo colombiano lleva en su hombro izquierdo la cicatriz provocada por una bala de narcotraficantes durante un tiroteo en Medellín. Con solo unos centímetros de desviación, cosa que ocurre en fracciones de segundos, el proyectil pudo haberle atravesado el corazón. Es evidente que él también "nació de nuevo" ese día.Recuerdo que en mi adolescencia un primo mío resultó gravemente herido durante la colisión de dos trenes en la zona central de Cuba. Al igual que mi colega, su reincorporación a la vida fue pesada y dolorosa. En fecha reciente, una prima mía y su hija sufrieron un grave accidente automovilístico en la Florida, mientras una gran amiga corría una suerte parecida en las calles de La Habana. Felizmente todas se recuperaron de las grandes lesiones; mas en el momento del impacto, la guadaña de la muerte estuvo apuntando sobre ellas. A menudo vemos en TV reportajes sobre enfermos que se han salvado de enfermedades letales, damnificados que han salidos intactos de los desmanes de un terremoto o de un huracán, y leemos que los infectados con el virus del SIDA han podido prolongar su vida gracias a las nuevas terapias. Todas esas personas "teóricamente" debieran estar muertas; sin embargo, por una de esas indescifrables casualidades del destino, han tenido la suerte de recibir un "segundo chance" para continuar respirando.Mi colega lleva hoy una vida normal, y pese a los riesgos que este deporte conlleva, o precisamente por eso, continuó practicando Montan Biking en su tiempo libre. Esta mezcla de ciclismo con sabor a aventura y campismo sobre ruedas tuvo para él también consecuencias funestas. A principios de este año, dando un largo recorrido a campo traviesa, perdió el control del ciclo bajando una colina y su rueda delantera se desvió. En esa ocasión las secuelas del accidente fueron menos fatales. Tuvo "sólo" una fractura en el antebrazo izquierdo, que le costó una semana ingresado en el hospital y una pieza de metal fijando para siempre los huesos de la nueva fractura. A modo de broma, los amigos lo llaman "el hombre de hierro" y le dicen que ahora "algunas partes de su cuerpo tienen ahora otra fecha de cumpleaños". Sin embargo, no ha cejado en su empeño "suicida" de montar ciclos, pues precisamente esa es una de las actividades más placenteras para él en este mundo.Cuando el relato de mi compañero llegó a su fin, ya era de noche y en el horizonte se divisaban las primeras luces de Colonia, mi querida Ciudad de los Locos. Pensé en las biografías similares que abarcaría una urbe de semejantes dimensiones y cuantas veces sus habitantes habrían salido maltrechos, adoloridos, debilitados, pero VIVOS, de situaciones en las que nuestra subsistencia ha corrido un alto peligro. Como dice un viejo dicho, "estamos prestados en este mundo", y para morir la única condición necesaria es precisamente el estar viviendo. Nuestro ser está en constante peligro y puede terminar en el instante menos pensado. Pero mientras ese último momento llega, nada más saludable, útil y placentero que disfrutar de nuestros días a pleno pulmón y hacer de nuestra existencia algo de veras digno, interesante e irrepetible... Al fin y al cabo, sólo se vive DOS veces.
Mayo del 2003

Saturday, March 15, 2003

HISTORIA SOBRE RUEDAS

Avanzamos por el ancho pasillo en penumbras y llegamos frente a una gran puerta de hierro a prueba de incendios. Cruzamos el umbral, y penetramos en el inmenso hangar mirando hacia todos lados con una mezcla de curiosidad y recelo. Una cosquilla nerviosa me recorría la columna vertebral, pues presentía el encuentro con algo novedoso. Pocos segundos después de caminar por un piso asombrosamente reluciente, vimos un auto sin ruedas pasar sobre nuestras cabezas, como si fuera una nave espacial, para luego girar y perder altura a pocos metros de donde nos encontrábamos. Me quedé perplejo viendo aquel singular film de ciencia ficción que se desarrollaba a nuestro alrededor.
Una sensación parecida la tuvieron mis acompañantes. Nos miramos los unos a los otros con la sorpresa reflejada en el rostro, pero sin pronunciar palabra. A ese carro le siguieron un segundo, un tercero y luego otro más en una cadena interminable. Exactamente cada 43 segundos se repetía aquel "vuelo galáctico", que no por ser bastante "terrenal", dejaba de tener una aureola de magia y fascinación. Los autos eran sujetados por unas gigantescas "arañas" de metal que se deslizaban bajo el techo de la nave. Estábamos en la línea de montaje final del Ford Focus, uno de los modelos de auto más vendidos del mundo en los últimos tiempos.
Esta planta de producción se encuentra en Saarlouis, una pequeña ciudad fronteriza. La villa fue mandada fundar entre numerosas colinas que bordean el río Saar por el rey Luis XIV en 1680. Un "hexágono de Su Alteza real" constituía este enclave fortificado para preservar lo que entonces era la zona noreste del reinado francés frente a los alemanes. El propio Rey Sol lo visitó en 1683, y le agradó tanto, que le dio su nombre y el escudo, los que ostenta hasta hoy día. Durante la Revolución Francesa y el Impero de Napoleón, la localidad desempeñó un papel muy activo en la vida política del país, y cayó finalmente en manos de Prusia en 1815, por lo que se convirtió en un puesto militar, esta vez "para proteger a Alemania de los francos". En 1890 se abrieron las murallas y comenzó la expansión territorial de la pujante ciudad, que fue destruida durante la II Guerra Mundial. En los años 50 del siglo xx, comenzó la reconstrucción y recuperaron sus monumentos. En ella viven hoy 40 000 habitantes, ha conservado su "sabor de vivir" galo y se respira un aire bivalente, en el que se mezclan elementos prusianos y del estilo del Rey Sol en este apartado rincón del suroeste germano. Por eso no es raro ver en sus calles letreros en ambos idiomas, y una variopinta mezcla de costumbres y gastronomías de las dos naciones.
Y precisamente en estos remotos parajes, alejados de las grandes metrópolis de la geografía Europea, la empresa Ford construyó en los años 60 una de sus plantas más eficientes de todo el planeta. Allí se producen a diario hasta 2 000 unidades, mediante un complicado proceso tecnológico que requiere inmensa logística, impecable coordinación y una excelente organización del trabajo.
Más que el auto, me asombró el perfecto engranaje, para garantizar que miles de obreros y robots conjuguen sus acciones con una puntualidad cronométrica en un proceso de fabricación que se extiende las 24 horas. La industria funciona como un gigantesco reloj de decenas de miles de metros cuadrados, donde desde la carrocería más grande hasta la tuerca más pequeña tienen un origen y un destino exactos. Cada pieza ha de estar en tiempo y forma en un lugar preciso de la línea de montaje, y es ensamblada en la estructura por manos expertas con precisión milimétrica en apenas unos segundos. Así va naciendo y creciendo ese "aparato rodante" que llamamos automóvil.
Todos hemos viajado en auto en numerosas ocasiones; pero ¿cómo se fabrican esos artefactos de cuatro ruedas que forman parte indivisible del paisaje urbano?, ¿cómo se van montando las partes para lograr que esa mole de acero, plástico, cristal, cable y metal "cobre vida" y se convierta en un veloz vehículo? Estas y otras preguntas rondaban mi cabeza y la de mis acompañantes mientras caminábamos por aquel perfecto rompecabezas, en el cual (muy al contrario de lo que yo imaginaba) no me encontré con pisos sucios ni obreros manchados de grasa, sino con una limpieza y un orden capaces de darle envidia al más lujoso de los salones.
Este proceso de fabricación de coches en línea fue introducido precisamente por Henry Ford, el fundador de la empresa del mismo nombre, que este año celebra su centenario. En 1903, cuando la firma inició su producción automovilística, cada obrero trabajaba en el ensamblado de un auto desde el principio hasta el final, y realizaba todas las operaciones del montaje. Luego, con la novedosa utilización de las esteras, los trabajadores se especializaron en una sola operación del proceso, la que realizan rápido y bien. Esta innovación revolucionó en su época la industria automotriz del planeta, pues aumentaba de manera considerable la productividad y disminuía los costos de producción.
A la Línea de Producción llega "el esqueleto", la carrocería previamente soldada y pintada por robots, los cuales se encargan de hacer los trabajos más pesados y peligrosos de la industria. En este "carapacho" se van insertando los cables y las mangueras, las "arterias" del equipo. Luego se le pone "la piel" del recubrimiento interior y exterior, la pizarra de control junto con el timón y, a continuación, los asientos. Muchas de estas operaciones ocurren tan rápido que a veces pasan inadvertidas a los que observamos con asombro todo el proceso de ensamblado. Otros pasos son espectaculares, como la colocación de los cristales por robots "observadores", que pueden "reconocer" el tipo de auto, ya que en la estera se montan indistintamente diversos modelos y variantes diferentes de colores, diseños, niveles de confort y hasta iluminación. Gracias a esa gran variedad, el trabajo de los obreros es menos monótono. Un momento muy importante es "La Boda", la acción de colocar el motor, el "corazón" del automóvil, casi al final del proceso. En los últimos metros de la línea, se le insertan las "cuatro patas" de neumáticos, se dan los toques finales, se comprueban que funcionan bien todos los instrumentos de a bordo y el carro listo sale "por sus propios pies" de la planta de montaje, para luego ser distribuido a los compradores en toda Alemania, Europa y el resto del planeta, pues supe que este modelo es exportado también a lugares tan distantes como Australia y Nueva Zelanda.
Durante varios días me fui familiarizando con este complejo proceso, y aunque no llegué a descubrir todos sus secretos en tan poco tiempo, sí empecé a ver con otros ojos la interminable fila de "autos voladores" que aún no dejan de fascinarme.
Entonces vino la hora crucial para mí y mis colegas: se montaría por primera vez nuestro "hijo", el nuevo modelo que veníamos proyectando desde hacía varios años. Todos estábamos ansiosos, y la planta era una colmena donde reinaba una agitación interminable. Los obreros habituales miraban con curiosidad el nuevo "inquilino" de la Línea de Producción, mientras que los integrantes del grupo del lanzamiento observábamos con inquietud y preocupación si todo estaría en orden, y especulábamos sobre qué nuevos problemas podían surgir y cómo eliminarlos. Una gran masa humana acompañaba al primer auto a lo largo de las infinitas esteras en larga procesión, caminaba lentamente e intercambiaba comentarios con unas miradas, en ocasiones de alegría y en otras, cargadas de tanta preocupación, que en vez de un "nacimiento" parecía un "entierro". Así atravesamos todas las etapas del montaje, que duró 6 horas en total, el tiempo que demora un auto en pasar por todas las laberínticas líneas de la planta.
Cuando el nuevo modelo estuvo montado y revisado, el bullicioso enjambre que siempre rodeaba al "recién nacido" hizo un silencio sepulcral. Se oía sólo el respirar agitado de los que nos apretábamos en el lugar para ver la prueba final. Un trabajador subió al auto y colocó la llave en la cerradura junto al timón. Todas las miradas de obreros, ingenieros, gerentes, coordinadores y mecánicos se concentraron en ese punto fijo. En aquel momento, que nos pareció siglos, nadie se movió de su sitio. La inmensa planta parecía paralizada y nada era más importante que aquel diminuto picaporte de metal que decidiría en unos segundos el sí o el no del proyecto. Cuando las manos nerviosas hicieron girar completamente la llave, un "ronquido" retumbó en todo el recinto: se había encendido el motor de arranque y despedía decibeles a los cuatro vientos, como un bebé inflando sus pulmones al llorar luego de venir al mundo. Igual que una madre escucha los primeros gritos de su hijo con infinito placer, el ruido del motor nos supo a gloria.
Así "cobraba vida" nuestro "hijo" de varios años de trabajo y esfuerzo. Aún quedaba mucho por hacer, pues un recién nacido requiere de múltiples cuidados, pero ya estaba dado el paso más importante.
Después de una larga y fatigosa semana laboral, regresamos a Colonia, mi querida Ciudad de los Locos. Cansado y contento a la vez, observé desde lejos las líneas del ferrocarril por donde se deslizaba un tren de carga acarreando un contingente de autos producidos en la planta. Pronto también transportarían legiones del modelo que acababa de nacer en nuestras manos. Mientras el Sol se ponía, avanzábamos veloces por la autopista. Atrás quedaba Saarlouis, la pequeña villa fronteriza con sus colinas cubiertas de nieve, que pronto se encargaron de ocultar la planta de producción, con sus pisos relucientes, sus engranajes cronometrados y sus autos voladores.

Marzo del 2003

Friday, November 15, 2002

MI MUSA

Según la mitología griega, las musas eran las nueve diosas de la Fábula que habitaban los bosques del Olimpo. Estas esbeltas y bellas doncellas presidían las artes liberales y las ciencias. Eran las madrinas del pensamiento innovador y del saber científico y filosófico del hombre. A través de numerosas leyendas e historias maravillosas se han convertido en el sinónimo de la actividad creadora en general. Son la fuente inagotable de inspiración para la creación literaria y la poesía. Por eso en la Cuba de siempre, el enunciado “me bajó la musa” no significa que las consabidas divas se hayan decidido a descender de los montes olímpicos y realizar un vuelo trasatlántico desde Grecia hasta el Caribe, para luego aterrizar sobre la Perla de las Antillas. La criolla expresión únicamente indica que un torrente de nuevos pensamientos atraviesa en ese momento la mente del feliz mortal que emite la frase y que su cerebro se encuentra sumergido en plena etapa generadora de fecundas ideas. Como todo aquel que se atreve a incursionar en el vicio de las letras y se arriesga, con más o menos fortuna, en ese inexplicable juego de ensartar palabras para expresar imágenes, yo también tengo mi musa. Solo que ella no es un fantasioso producto de la mitología griega, sino una diva de carne y hueso, tangente y real. Ella no habita en los bosques del Olimpo, sino en una antigua casona en mi ciudad natal de Santa Clara. Nos conocimos durante mi niñez, cuando ella trabajaba junto a mi madre en un Centro de Documentación que encerraba en sus interminables y laberínticos estantes los más disímiles y misteriosos libros. Quizás entonces haya tomado vuelo mi inclinación por la lectura, salpicada siempre por sus divertidos chistes y su buen humor. Luego pasó a ser mi “Tía Loca” ligada a mi familia y a mí no por lazos de sangre ni de árbol genealógico, sino por otro tipo de unión mucho más fuerte: el de una sincera y duradera amistad. Cuando empecé a intentar redactar mis propios textos, ella se interesó por ellos y, por suerte, no ha perdido la costumbre de analizarlos hasta el día de hoy. Usando sus poderes sobrenaturales, ella se entrega a la insufrible tarea de leer y releer mis escritos desde de sus frondosos espejuelos. Con inmenso cariño y una eterna paciencia que le daría envidia a la propia Palas Atenea, se lanza a la misión imposible de lidiar con mis garrafales errores ortográficos y hasta llega a corregirlos uno por uno. Luego me da consejos para mejorar mi redacción y me hace esforzarme por escribir un poquito mejor en cada intento, labor que obviamente solamente puede realizar una diosa. Pese a estar a miles de kilómetros de distancia, mantenemos un muy estrecho contacto casi a diario. Mediante la magia de la computación y las telecomunicaciones, mis escritos pasan por sus expertas manos, recién acabados de sacar del horno, para ser corregidos y remodelados como el alfarero perfecciona sus vasijas cuando la arcilla esta aún húmeda y fresca. Gracias a ese trabajo conjunto y teledirigido, en una ocasión “publicamos” dos escritos en una revista oficial. Más no todo es color de rosa. Como todo simple mortal, a veces tengo mis días grises, y me siento cansado y melancólico. Entonces los muchos pequeños inconvenientes, que todos sufrimos a diario, parecen aplastarme y “se me va la musa” Me abandonan las ganas de escribir. Soy incapaz de hilvanar frases y de juntar letras para contar historias. Es ahí cuando entra en juego el potencial divino de mi musa de carne y hueso. Con sus discursos trasatlánticos cargados de influjos positivos y salpicados de frases ocurrentes, siempre consigue que me ponga a meditar y no tardo mucho en llegar a una conclusión irrevocable: ¡No puedo decepcionar a mi musa! Ella es capaz de incitarme a regresar al teclado y hace que vuelva a emprender con nuevos bríos la acción de sumergirme en el océano de enunciados y oraciones. En ese momento nuevos pensamientos recorren mi mente, insospechadas ideas pululan en mi cerebro y surge un torrente de expresiones y palabras que yo mismo a veces me pregunto si son producto de mi imaginación o vienen del “más allá”… del océano. Mientras escribo, trato de ser recíproco y de cultivar las fantasías de mi musa con una dosis de incursiones literarias, acompañadas de mis peripecias de trotamundos incorregible. Intento trasportarla a otros parajes y mejorar sus ánimos para que, al menos durante la lectura, se olvide de sus propias preocupaciones y dolencias terrenales. Sé que de esa forma sus problemas no serán eliminados, pero al menos, sobrellevados. Eso es reconfortante, pues el ayudar a nuestros seres queremos, es hacernos bien a nosotros mismos. En estos días recibí tristes mensajes de mi musa, enfrentándose a miles de pequeños obstáculos y cansada de esas malas pasadas que a veces nos guarda la vida cotidiana. Sus letras no contenían esa celestial carga de alegría que es habitual en ella, sino un abatimiento frente a tantas adversidades terrenales. ¿Cómo ayudarla y transmitirle energía positiva desde miles de kilómetros de distancia? ¿Cómo lograr que su rostro vuelva a impregnarse de esa sonrisa perenne que yo siempre he conocido? ¿Qué hacer para aliviar sus penas? La respuesta no se hizo esperar:¡ESCRIBIR!


Noviembre del 2003